EL
CUERPO, LA MÁSCARA Y LA PIEL IDENTIDADES FEMENINAS:Piedad Solans
Blanco
Final de Texto
En
noviembre de 1974 apareció en la revista norteamericana Art Forum,
como un anuncio cualquiera, una fotografía en color de la escultora
Lynda Benglis. Desnuda, en una pose provocativa, los ojos ocultos tras unas
gafas de sol, el hombro derecho desafiantemente levantado y apoyando la
mano en la cintura, en una típica imagen de reclamo sexual de atractiva
prostituta de Play Boy, la ola de escándalos que provocó no
fue debida, sin embargo, a la visión del cuerpo femenino, que entraba
dentro de los códigos admitidos por la demanda y la cultura machista
del mercado de imágenes pornográficas. Lo que escandalizó
y alteró la mirada construida del cuerpo fue precisamente, un elemento
prohibido en el cuerpo de una mujer, un símbolo: el enorme pene en
erección que Benglis mantenía agarrado con su mano derecha.
Un simulacro que desestabilizaba la imagen del cuerpo femenino, su identidad
sexual y su construcción para el placer masculino, que se veía
ridículamente caricaturizado en ese falo sintético
Pero además de ser una alteración, un cortocircuito á la Baudrillard en la red visual de aceptación de imágenes mediáticas y sociales construidas por la mirada, el cuerpo fálico de Benglis suponía un desafío declarado a la autoridad masculina y a esa prepotencia histórica de poder basada en la posesión de un órgano genital. Atractívo por un lado, amenazador por otro, el doble juego entre la imagen femenina de cuerpo y el símbolo fálico ridiculizaba tanto a una como a otro. Pero además, la imagen multiplicaba sus significados, más allá de su intención: la postura beligerante de Lynda Benglís era una farsa desmitificadora y una grotesca alusión a la teoría de la "envidia del pene" que Freud articuló en un ensayo titulado "Sobre las transmutataciones de los instintos y especialmente del erotismo anal" aparecido en 1916 y que tanta influencia habría de ejercer sobre el psicoanálisis y la interpretación de la sexualidad, la castración y la neurosis femenina Según Freud, en la edad infantil la niña descubriría en el cuerpo de su hermano la presencia de un órgano protuberante, el pene, donde ella no tocaba más que un agujero y una cavidad Esta carencia despertaría en la niña la envidia y el deseo de posesión de un pene ("el deseo reprimido de poseer un pene") ,que sería simbólicamente transferido dada su física imposibilidad- al deseo de tener un hijo "como si estas mujeres hubieran comprendido cosa imposible en la realidad que la naturaleza ha dado a la mujer los hijos como compensación de todo lo demás que tuvo que negarle". El deseo infantil femenino de poseer un pene se transformaría en la mujer sana, la que Freud llama la que "permanece exenta de toda perturbación neurótica", en el "deseo de encontrar marido, aceptando así al hombre como un elemento accesorio del pene" que daría a la mujer lo que le faltaba, llenando su agujero y su frustración carencia] y resolviendo su "complejo de castración"
Fuertemente
atacada por las teorías feministas desde los años sesenta, la
"envidia del pene" reducía a la mujer a ser un vacío
llenado por los genitales del hombre, que a través del falo confirmaba
su superioridad y la necesidad de una relación de dependencia. "Yo
también tengo un pene", parece decir el cuerpo de Lynda Benglis,
oponiendo agresivamente su falo sintético al del varón. Pero
además de mostrar lo grotesco de tener un pene de este tipo, la imagen
del cuerpo fálico de Benglis inauguraría en los setenta uno
de los problemas que marcarían la estética del cuerpo hasta
la actualidad: la pérdida de una sola identidad sexual, la corrosión
de la legitimidad de los valores instituidos por el poder genital masculino
(y asumidos por la sumisión femenina) y el encuentro-búsqueda
de una bisexualidad que, en última instancia, resuelve su imposibilidad
de ser en el imaginario cultural y artístico. El cuerpo de Benglis
es un cuerpo de provocación que sobrepasa agresivamente los límites
no ya sólo de unos valores social y moralmente permitidos, sino también
de lo biológicamente posible, de una naturaleza que marca sus condiciones
de reproducción en las formas animales de los cuerpos. Como imagen,
¿qué ofrece este cuerpo, sino una confusión de papeles,
una negación de las relaciones eróticas a través de su
confirmación más extrema en la posesión de cuerpos-órgano,
un negativo deforme de la sexualidad que no es sino la imagen confirmativa
de la sexualidad que opera socialmente?
El cuerpo de Benglis deconstruye la imagen erotizada de los cuerpos femeninos/masculinos,
la seducción de los cuerpos del poder: sin destruirlo, partiendo de
su presencia histórica, de la inserción ficticia del falo, lo
asoma a la forma vacía de su imposibilidad y de su alteridad. El agujero
es llenado, sí, pero ¿con qué? El enorme falo sintético
que coloca en su vagina, más que llenar, sale erecto apuntando hacia
un afuera invisible, un espacio de conquista, al que dirige su penetración.
La pregunta concierne a la imagen y al territorio. "How Big?, pregunta
Benglís. "¿How big is the zone you can capture and occupy..?
"¿Cómo de grande es la zona que puedes capturar y ocupar,
cómo de grande? La zona capturada y ocupada depende de cómo
de grande se imponga la imagen, la presencia dominante. La zona capturada
es igual de grande que el falo que uno -o una- posea. La zona ocupada depende
del poder de la imagen. Una imagen en la que no hay cuerpo, en la que no hay
ni siquiera cuerpo natural, cuerpo animal, instinto, sino cuerpo ficticio,
cuerpo construido, cuerpo gramatical. No hay nadie más, no hay nada
más que una gramática de signos hacia donde dirigirse.
Il n`y a pas de corps, no hay cuerpo, sino lenguaje. "Lo que se
llama cuerpo no
es" para Bertrand Ogilvie, "el cuerpo mismo, sino algo que funciona
antes que nada en el lenguaje". Historias que no son inocentes, historias
que construyen el cuerpo y lo enfrentan a ese otro cuerpo de su historia,
al doble de su ausencia, de su imposibilidad: lo que pudo ser y no ha podido
ser, no ha sido. El anuncio de Benglís es un espejo de las imágenes
que operan en el imaginario colectivo. El cuerpo de Benglis es el
espejo negro de esas imágenes del imaginario colectivo a las
que devuelve denunciadas, multiplicadas, alteradas, deconstruidas, desestabilizadas.
¿Quién puede mirarse, reconocerse, en este espejo? Y sin embargo,
en esta imagen, a pesar de no ser
real, de no pertenecer al doble se produce el reconocimiento, un reconocimiento
que va más allá de la presencia física..., porque lo
físico no está en lo visible físico, porque el cuerpo
no está en el cuerpo, sino en su invisible proyección simbólica
e imaginaría y en su articulación social como lenguaje.
Como el cuerpo de Lynda Benglis, el detalle de la mano de Judy Chicago en Red Flow (1971) sacándose un tampón lleno de sangre menstrual de la vagina juega con esa alusión a lo fálico-lleno a través un elemento cultural y "sanitariamente." femenino, como es el tampón. En realidad, el fenómeno femenino de la menstruación y la presencia de la sangre menstrual han sido ocultados en una sociedad tecnológica y masculina donde menstruar se canaliza por dos vías: una, publicitaria y mercantil -el enorme negocio de compresas y tampones- y otra clínica u hospitalaria -menstruar se somete al control físico de la higiene y la medicina. En último término, la menstruación es un acto relegado a la privacidad de la mujer, que ha perdido su capacidad de simbolización y de influencia en el imaginario colectivo.
Como
el cuerpo de Linda Benglis, el fragmento de cuerpo que ofrece Judy Chicago
a la mirada es una zona prohibida, por no decir execrada. Una zona que pertenece
a la vergüenza femenina
y un acto natural que
no es admitido por la imaginería másculina como zona de atracción
y de placer sino por lo que en ella sucede cuando la mujer menstrúa
y la presencia de la sangre. Los muslos, las ingles, el vello, el pubis, la
piel de la mujer, que Judy Chicago muestra de forma casi impúdica,
obscena para la mirada del espectador, se visualizan en las imágenes
públicas debidamente desodorizados, depilados, perfumados: como objeto
de posesión y de deseo, nunca como imagen de menstruación. Con
su gesto, sin duda trasgresor del orden masculino (y femenino) y descarado,
Chicago provoca al reconocimiento de los procesos corporales femeninos no
destinados a ser "consumidos" por el hombre, y rechazados incluso
por las propias mujeres. La menstruación, que en numerosas sociedades
primitivas se ha considerado un fenómeno mágico, cargado de
una potencia simbólica que afirmaba el poder sexual y reproductor de
la mujer, ha sido sin embargo rechazada por las sociedades religiosas judías,
musulmanas y cristianas, que negaban la importancia del cuerpo frente al espíritu,
excluyendo como demoníaca la animalidad. En esta largísimo lucha
que supuso eliminar de la cultura los elementos paganos (que no rechazaban
la corporalidad) sin duda ha sido la mujer quien ha sufrido la castración
de los procesos de su cuerpo y su sexualidad, considerados "impuros".
Habría que preguntarse sobre los significados; de este ocultamiento
y de la represión de la sangremenstrual en sociedades, fuertemente
masculinas, y en este sentido, siguiendo a Freud, sospechar que la fuerza,
con que algo es reprimido está en relación a su poder desestabilizador.
Sin duda, la sangre y el cuerpo menstrual adquieren una carga oscura para
el hombre y un cierto temor de la fuerza que subyace en el cuerpo de la mujer
frente al poder del hombre.
Desarticulando
estos signos, esta trama topológica del poder sexual y de la construcción
de la mirada en los cuerpos, las fotografías de artistas como Laura
Aguilar muestran la anatomía femenina en todo el exceso de su demitificación
El cuerpo de la belleza publicitaria posmoderna, ese cuerpo de
top-model esbelto,
cool, light, perfectamente modelado por la dieta, el culturismo, el
aeróbic y la cirugía, ese cuerpo-consumo de placer y de deseo,
ese narciso ajeno al tiempo, a la herida y a la muerte impuesto por la cultura
mediática posmoderna en las pantallas del televisor es desacralizado
por el cuerpo espeso denso, grueso, por el cuerpo deforme por la grasa y la
inactividad de Laura Aguilar en
In Sandy's Room (Self-Portrait) 1991
Prohibido
en las imágenes publicitarias y pornográficas difundidas por
los mass-media, el cuerpo desnudo de Aguilar reposa indolentemente abandonado
en un sillón donde la masa corporal, sin la sujeción del pudor,
se desborda. Un abrirse, un desparramarse de las carnes, un abandono a las
sensaciones y una intimidad que distorsiona los mensajes de la
acción, del vértigo, del espasmo (mortal u orgásmico),
de la sociabilidad impuestos por esa
tecnología del cuerpo que apunta al cuerpo femenino como objeto
hedonista de consumo y seducción. El
cuerpo de Sandy
es un cuerpo inmerso en la sensación, un cuerpo inserto en la cotidianidad
de los elementos, que hace uso de unos objetos -el ventilador, la ventana,
el vaso, el sillón- con los que se relaciona sin ser vampirizada por
ellos. Podría ser, por su gordura, el cuerpo desnudo de la escultura
femenina de Duane Hanson
En el supermercado. Ambos son cuerpos de acumulación, acumulación
desmesurada de alimento, en ese exceso que es la otra cara de la anorexia
de las modelos y las pin
up: las dos caras de un mismo sistema. Pero nada más lejos que
estos dos cuerpos: cuerpo físico, de sensación uno, cuerpo económico,
de posesión, otro Y
sin embargo, el primero es rechazado socialmente como obsceno
por su obesidad, mostrándose solamente en el espacio íntimo
del no ser visto, mientras que el segundo se pasea obscenamente por los espacios
públicos. Lo que parece mostrar el cuerpo de Aguilar es su derecho
a estar, a ser,
simplemente, masa corporal, a vivir la propia producción orgánica
del cuerpo, a derramarse en la lenta temperatura del aire, del espacio y de
las horas. El derecho a sentir el cuerpo. Es la oposición al cuerpo
publicitario posmoderno, ese cuerpo de tensión habitado por la energía
frenética del parecer y del no deshacerse, del no descomponerse, del
no morir, de ese cuerpo construido por la prótesis, la cosmética
y la cirugía para evitar mirar la muerte, el deterioro y las huellas
del exceso en la flacidez de la carne y en las arrugas de la piel. El cuerpo
de Aguilar se muestra como prototipo de una fealdad monstruosa por su acercamiento
a la animalidad, es decir. por su abandono social y seductor del cuerpo- Es
la otra mirada
de esa mirada satisfecha de animal que Bianca Jagger dirige hacia el invisible
admirador de su belleza en la foto que le hizo Andy Warhol en Nueva York en
1979, afeitándose el sobaco con una maquinilla de afeitar, y que Gilles
Lipovetsky eligió como portada, y es fácil imaginar por qué,
para su libro La era del
vacío En el gesto de Jagger al rasurarse, en la cuchilla de
la maquinilla hundiéndose mórbidamente en la carne y en la piel,
hay una provocación erótica, sofisticadamente salvaje, una sutil
agresividad, ausente en el cuerpo de Laura Aguilar: puro cuerpo sin transformar,
sin adornar, muestra sus bultos, sus pliegues de grasa, las caídas
de la carne, la flacidez de los músculos. Desborda
physis. El cuerpo de Sandy
es un cuerpo inmerso en el tiempo, en el límite de su fisicidad,
la presencia de la materia física que con todas sus señales
se enfrenta a ese otro imaginario de seducción cuyo ideal parece ser
la transparencia y la atemporalidad. ¿A quién puede seducir
este cuerpo lleno, pesado, material, denso, en qué portadas pueden
desparramarse estas carnes sobre el cebo del papel?
Las imágenes de artistas como Lynda Benglis, Judy Chicago, Sophie Calle, Jana Sterbak o Laura Aguilar muestran la identidad femenina como una identidad incierta. La pregunta que plantean estos cuerpos parece apuntar, más que a la confirmación de las señales de identidad del cuerpo femenino, a la represión de que ha sido objeto, a la supresión de su animalidad, a la canalización de su sexualidad y a la construcción cultural de su conformación física en la imagineria social.
Hay una impotencia de ser en estos cuerpos que, para aparecer, necesitan construirse desde la anormalidad, desde la abyección, desde la alteración, desde la negación. Son, sin duda, cuerpos de defensa, formas estratégicas de reivindicar una identidad a través de lo corporal como específicamente femenino, a través de la organicidad prohibida -la grasa, la sangre, el sexo, la piel- pero paralizados en la paradoja de que lo femenino no existe sin la mirada y el lenguaje masculino, inmersos en la terrible constatación de que no existe la identidad, sino máscaras que ocultan una feminidad desconocida, límites aún por descubrir. Quizás el mayor encuentro que ha hecho la antropología feminista durante este siglo ha sido el reconocer que la mujer se ha construido a través del hombre, que ha sido construida por la mirada de otro, para la mirada del otro. Roto el espejo, alterada la imagen, disuelto el espejismo de la identidad, queda por ver cómo aborda la producción artística la construcción de la mirada.
Piedad
Solans Blanco
Madrid Noviembre 1998